Alejandro en la Cantina: El abismo de la libertad y el destino
La cantina del Institución Atlética Roberto Fútbol Club, siempre envuelta en un aire denso de conversación filosófica, estaba más concurrida que nunca. La Diagonal del Olvido y Tres Esquinas, dos calles que parecían existir fuera del tiempo, eran el cruce perfecto para los encuentros más inesperados. Hoy, la atmósfera parecía distinta. El cantinero mudo secaba copas, mientras una figura imponente y enigmática hacía su entrada: Alejandro Magno.
Johnson, con su aire de misterio y poesía, levantó la mirada. A su lado, Vicente Mastandrea ajustaba sus lentes, con su usual mezcla de curiosidad y escepticismo. El extranjero, el traductor que ya había desentrañado textos antiguos, se encontraba de nuevo con la damajuana frente a él, listo para leer lo que consideraba un nuevo enigma por descifrar.
Alejandro, de pie frente a la barra, miró con ojos de conquistador a los presentes. Su presencia, llena de un magnetismo incuestionable, impregnaba la sala de una sensación de grandeza. Sin embargo, detrás de su mirada imponente, algo más profundo se escondía: la melancolía del hombre que ha visto el abismo.
—Fuiste a saltar al abismo —dijo el traductor, interrumpiendo el silencio que se había instalado. Su voz resonó mientras sacaba un nuevo manuscrito de la damajuana. Empezó a leer con calma, su tono profundo y reflexivo:
Parecía que tenía uno, pero no ese que llegara a colmar esa sed de libertad. Somos libres. Los hechos hablan por sí solos.
Alejandro sonrió, como si esas palabras fueran para él, y comentó:
—¿Libertad? —preguntó, con una voz cargada de ironía—. La libertad es una ilusión, algo que perseguimos sin alcanzar jamás. Yo fui el rey de la mitad del mundo conocido, y sin embargo, ¿cuán libre fui realmente? ¿Lo eres tú, Johnson? ¿O tú, Vicente?
Johnson, apoyado en la barra, lo observaba con su típica expresión enigmática. Vicente se ajustó nuevamente sus lentes y dijo, con su escepticismo habitual:
—Los hechos hablan, Alejandro, pero a veces lo que dicen no es lo que creemos. ¿Qué es la libertad sino una construcción? La libertad de uno a menudo significa la falta de libertad de otro.
El traductor continuó leyendo:
Capaz que recién puedo entender eso que pasó. Y que no pasó, porque está ahí. A la vuelta de una esquina. En la puerta de un bar. En el cartel de entrada al infierno.
—¿Te das cuenta de la paradoja? —dijo Johnson, volviendo su atención a Alejandro—. Buscamos la libertad, pero siempre está en la esquina, fuera de nuestro alcance. Tú mismo, Alejandro, conquistaste el mundo, y sin embargo, ¿la libertad te encontró alguna vez?
Alejandro guardó silencio por un momento. Sabía que las palabras de Johnson contenían una verdad amarga. El conquistador había atravesado continentes, derrotado ejércitos, y fundado imperios, pero algo en su interior había quedado vacío.
—Lo que encontré —respondió Alejandro— no fue libertad, sino el peso del destino. Mis conquistas no fueron más que la voluntad de los dioses. Pensé que era libre, pero estaba encadenado a un destino mayor que yo.
Hiparquía, quien hasta ese momento había permanecido en silencio, decidió intervenir:
—Alejandro, el peso del destino es real, pero también lo es nuestra capacidad de decidir cómo lo enfrentamos. Heráclito nos enseñó que todo fluye, que nada permanece. Tú, de todos nosotros, lo has vivido más intensamente, pero ¿acaso no es la aceptación del cambio la verdadera libertad?
El cantinero, con su habitual silencio, colocó una damajuana de vino sobre la barra, como si invitara a los presentes a reflexionar aún más. El traductor, tomando la copa, continuó:
En los tugurios siempre habrán recuerdos para recordarnos, a nosotros mismos, lo mortales que somos. Con un corazón en la mano que en cualquier momento no sirve, de nuevo, para nada.
Johnson levantó su copa, un gesto a medio camino entre la celebración y la melancolía.
—Somos mortales, y es precisamente en esa mortalidad donde se encuentra el mayor de los misterios. Alejandro, ¿acaso no lo viste en cada batalla, en cada hombre que cayó ante tu espada? ¿Qué sentido tiene la libertad cuando la muerte está siempre al acecho?
Alejandro reflexionó, su mirada se tornó más sombría. Las palabras del traductor parecían resonar en lo más profundo de su ser. Sabía que el poder que había acumulado a lo largo de su vida no le había dado la respuesta que tanto buscaba.
—El verdadero abismo —dijo Alejandro, con voz baja— es la libertad misma. Creemos que podemos saltar, pero al final, siempre nos encontramos a nosotros mismos enfrentando el mismo vacío. Es un ciclo sin fin.
Vicente, apoyado en la barra, tomó la palabra:
—Eso es lo trágico, ¿no? Al final, solo nos tenemos a nosotros mismos. Nos enfrentamos al abismo, a nuestras decisiones, y al destino. Pero, ¿y si la libertad fuera simplemente aceptar ese destino y hacer algo con ello?
Hiparquía sonrió ante las palabras de Vicente.
—Tal vez la libertad radica precisamente en eso: en la capacidad de escribir nuestras propias historias, incluso si sabemos que están destinadas a desaparecer con el tiempo. Los dioses pueden reírse de nosotros, pero nosotros también podemos crear, incluso con el corrector de nuestras propias tragedias.
El traductor terminó la lectura, con un suspiro:
Pero es tan lindo el refugio propio, uno mismo. Parece que nos vamos entendiendo de a poco. Porque hacía tiempo no te veía. Preguntarte en qué anduviste sería estúpido. Pero igual, en algún momento, volverás a desaparecer.
Alejandro asintió lentamente, reconociendo las verdades ocultas en esas palabras. Sabía que, al igual que las grandes conquistas, el tiempo borraría su huella en la historia. Pero en ese momento, en la cantina del Tres Esquinas y la Diagonal del Olvido, algo más importante había ocurrido: había enfrentado su propio abismo.
El traductor guardó los manuscritos, y la damajuana fue colocada de nuevo en la estantería, como si contuviera un conocimiento al que solo unos pocos podrían acceder.
Hiparquía, con su serenidad inquebrantable, observó a Alejandro:
—Lo importante, Alejandro, no es que vuelvas a desaparecer, sino lo que haces mientras estás aquí. La libertad, quizás, no es más que una ilusión, pero en esa ilusión encontramos la fuerza para crear, para amar y para transformar.
Alejandro tomó la copa de vino cortado con agua que el cantinero silencioso le ofreció y, levantándola, brindó:
—Por el presente, el único lugar donde podemos verdaderamente existir.
Y así, con esa última reflexión, el grupo bebió en silencio, sabiendo que, a pesar de sus diferencias, compartían el mismo destino: un camino que, en última instancia, todos debían recorrer.