Conversaciones en la cantina: El alma de un silencio
La cantina estaba vacía. No había más que humo y un par de vasos sucios al borde de la barra. Johnson, con su mirada perdida, sostenía su vaso de cerveza mientras veía la última gota resbalar por el borde de la botella. A su lado, Vicente Mastandrea, ese tipo de ojos fulminantes, estaba encendiendo otro cigarrillo, mientras el cantinero mudo, el eterno callado, observaba las sombras danzar entre las luces del lugar.
– No me hables de ella –dijo Johnson, de repente, como si el silencio lo hubiera traicionado. Su tono era bajo, casi un susurro que buscaba hundirse en el eco del lugar–. Algunos recuerdos no me duelen más... Pero están ahí. El pasado es inalterable. Lo que cambia somos nosotros, siempre nosotros.
Vicente exhaló el humo del cigarrillo con lentitud, como si saboreara cada palabra que estaba por lanzar al aire.
– Ah, Johnson... siempre buscando refugio en lo inmutable. Pero, ¿no es eso otra forma de cobardía? No me hables de la crueldad del destino, amigo. La crueldad tiene cara de mujer. La vida, esa danzarina cruel, nos engaña con la eternidad del instante, para luego arrastrarnos a su tango, a esa melodía donde nunca somos más que sombras pasajeras.
El cantinero mudo, sin hablar, solo asentía. Su manera de comunicar era más profunda, casi espectral, como si fuera el único que entendiera realmente la tragedia de los otros dos.
– ¿Sabes, Vicente? –respondió Johnson, apoyando su vaso vacío sobre la barra–. Nunca tomes una decisión con la cual no puedas convivir. El abismo siempre nos está mirando. Y tú... tú pareces disfrutarlo.
El cigarrillo de Vicente se consumió hasta el filtro. Lo dejó caer en el cenicero mientras lo aplastaba con una lentitud abrumadora.
– No es cuestión de disfrutar o no, Johnson. El abismo nos invita a bailar y, ¿qué opción nos queda? El éxito, el maldito éxito... es una mierda. Lo único que importa es cómo nos enfrentamos a cada instante, no el resultado final. Pero, claro, hay pocas injusticias tan grandes como juzgar un proceso por el minuto final, ¿no es así? Al final solo queda la culpa de no saber cómo habríamos aprovechado cada momento.
El cantinero mudo levantó la mirada por primera vez en la noche. Aún en silencio, sus ojos hablaban. No era necesario escuchar su voz para entender que todo lo que tenía para decir estaba ya en su postura, en el modo en que su cuerpo absorbía la melancolía del momento.
– Lo que determina las cosas no es el final, sino lo que hacemos con cada pequeño segundo, con cada posibilidad –dijo Johnson, como si lo hubiese leído en los ojos del cantinero–. Todos los días nos miramos y creíamos verlo todo. Pero, ¿sabés qué? Un día el abismo me miró de vuelta... y no había nada. El vacío. El fin.
Un suspiro largo, casi imperceptible, recorrió el ambiente. Johnson tomó aire antes de agregar:
– No superé nada, ¿sabés? La muerte duele, pero la soledad también. No es solo la muerte de algo o alguien, es el vacío, el saber que todo termina, que siempre sabés que termina. Y cuando hay un aparente final, cuando todo cierra, siempre queda una esperanza colgada, aunque...
– Aunque Pandora dejó la caja cerrada –interrumpió Vicente, riendo suavemente–. Siempre es así. La esperanza, siempre encerrada, siempre fuera de alcance. Y, sin embargo, seguimos aquí, abrazándonos con lo que fuimos, con lo que queremos ser... como si en ese abrazo intentáramos serlo todo de una vez.
Johnson lo miró por primera vez en toda la noche.
– El amor eterno... –susurró–. Es el que te permite ser todo, lo que fuiste y lo que querés ser. Pero incluso en ese abrazo, el abismo sigue ahí, observando.
La tristeza se colaba entre las palabras.
– El éxito... –murmuró Vicente con cinismo–, es la excusa que usamos para justificar las decisiones que tomamos. Pero nunca te olvides de algo, Johnson: nunca tomes una decisión con la cual no puedas convivir. Y si el abismo te mira... míralo de vuelta. Que el éxito sea una mierda es un consuelo fácil. La verdadera tragedia es que el abismo no te duele, sino que solo te deja vacío.
El cantinero mudo asintió, esta vez con una leve sonrisa en los labios. Sin decir nada, sirvió la vuelta y con su mirada lo dejó claro.
– No, no superamos nada, en realidad –murmuró Johnson, como si hablara más para el vacío que para los demás. Vicente apagó su cigarrillo con la misma lentitud, observando el humo ascender en espirales, como los pensamientos que nunca se despejan–. Pero hay algo más cruel que la muerte... y es cuando ya ni la poesía te toca. Es entonces cuando la tristeza, la verdadera, te ha vencido.
Dejó el vaso vacío sobre la barra, su eco resonando en el silencio de la cantina, como un último suspiro de algo que ya no está.
El tango, como el abismo, no se discute. Solo se baila...