El Eco del Tambor: Johnson "el Poeta" y el Cantinero mudo

En la cantina del I.A. Roberto F.C., donde el tiempo parece haberse detenido, las sombras danzan bajo la tenue luz de un neón cansado. Es el refugio de almas perdidas, de pensamientos olvidados, y ahí, en una mesa arrinconada, está Johnson, el poeta. Frente a él, un vaso de vino medio vacío, testigo de sus cavilaciones, y un cuaderno repleto de anotaciones, garabatos de alguien que persigue lo inefable. Sus ojos, oscuros y profundos, se fijan en una frase: "La vida es como un tambor, si no se toca con amor, no suena". La voz de Jorginho Gularte resuena en su mente, y la reflexión comienza a tomar forma.

Johnson, con su clásica expresión taciturna, acaricia las palabras, buscando en ellas un sentido que trascienda lo inmediato. ¿No es acaso la vida un tambor, golpeado por el capricho del destino, pero sin resonancia si no se lo vive con pasión? Él lo sabe bien, sus días han sido una larga búsqueda de ese "amor" que dé sentido al ruido del existir. Al hombre de esta era le dicen el Homo sapiens, como si el simple hecho de saber lo volviera capaz de vivir, pero Johnson se pregunta si solo saber es suficiente para sentir. El tambor, ese instrumento ancestral, vibra con un eco que atraviesa generaciones, como si en su resonancia se encontraran los secretos de los antepasados. Pero, ¿acaso no es el amor lo que da vida a esa vibración? Sin él, ¿qué somos sino ruido hueco, vacío?

El poeta suspira. Entre sus dedos, una pluma que ya ha trazado mil caminos hacia la verdad, pero la verdad se escabulle como siempre. En un rincón oscuro de la cantina, el cantinero mudo observa en silencio, como si entendiera el peso de los pensamientos de Johnson. No necesita palabras; su mirada es la de alguien que ha escuchado más confesiones de las que el alma humana puede soportar. Él, con su mutismo, es un eco de esa sabiduría muda que solo los años conceden.

El ambiente es denso, cargado de nostalgia. Las botellas de vino antiguo, cubiertas de polvo, parecen reliquias de un tiempo en que el amor y la vida se tocaban con más delicadeza. No nos olvidemos de la vieja máquina de fichas de Street Fighter que parpadea en un rincón, un recordatorio de lo efímero que es el tiempo. La nostalgia pesa, pero no aplasta. En su cuaderno, Johnson escribe con trazo decidido: "El tambor suena, pero solo cuando la mano que lo golpea lo hace con el corazón en cada latido."

De repente, el silencio de la cantina se interrumpe. El cantinero se acerca al tambor repique que descansa en una esquina. Sus manos, callosas y expertas, comienzan a marcar un ritmo lento, profundo, un llamado a los ancestros. La música ancestral llena el aire, envolviendo la pequeña cantina en un manto de memoria y resonancia. Es una llamada que no necesita explicación, una conexión invisible entre el presente y el pasado.

El eco del tambor llena el espacio, como si los espíritus de antaño respondieran al llamado. Johnson, por un momento, deja de pensar. El sonido del tambor lo transporta, y en ese instante, el poeta comprende: la vida no es solo para ser entendida, sino para ser vivida, golpeada con amor, hasta que suene.