Hiparquía Maronea y Areta Cirene: El debate sobre el amor

En la penumbra de la cantina, donde el humo del cigarro y el aroma añejo del vino parecían detener el tiempo, Areta Cirene yacía reclinada en una silla de cuero deshilachado, jugueteando distraída con una copa vacía. Frente a ella, Hiparquía Maronea, con una calma que solo el peso de los años y la filosofía podía ofrecer, observaba la escena con una mirada serena pero profunda. El cantinero mudo, eterno testigo de confesiones perdidas, asentía ocasionalmente desde su rincón detrás de la barra, su silencio abrumador resonando más fuerte que cualquier palabra.

Areta habló primero, su voz era firme pero cargada de una tristeza vieja, casi familiar.

—El amor es una mentira —dijo, dejando que las palabras se dispersaran en el aire denso—. Nos lo venden como una ilusión, pero solo es una droga, Hiparquía. Nos envenena, pero nunca nos llena. Nos mata de a poco, lo sabemos, pero aun así, lo buscamos. ¿Por qué?

Hiparquía la miró largamente antes de responder, sus dedos entrelazados sobre la mesa, como si estuviera a punto de disertar una lección ante un aula llena de estudiantes ansiosas por una verdad. En su mirada había sabiduría, pero también una compasión que parecía teñir sus palabras de una dulzura lejana.

—Nos mata, sí. Pero solo en la medida en que nos permite renacer —respondió suavemente—. El amor es como la filosofía misma, Areta. No es que busquemos respuestas definitivas, sino que buscamos preguntas. El amor es la más profunda de todas, la que nunca tiene una sola respuesta.

Areta suspiró, sacudiendo la cabeza con desdén.

—Pero es una pregunta que desgasta. Mira, Hiparquía, cuando él me rechaza, cuando me dice que es suficiente, lo entiendo, lo comprendo... Pero al mismo tiempo, cuando se aleja, cuando entra en su propio mundo, un mundo que nunca será el mío, se vuelve inalcanzable. Y en esa inalcanzabilidad, se convierte en algo más grande, más potente que lo que soñé alguna vez. Sobrepasa lo que imaginé.

El cantinero mudo inclinó ligeramente la cabeza, como si entendiera la contradicción que flota en esas palabras. Hiparquía la dejó continuar, sin interrumpir, dejando que Areta despejara su propio camino a través de sus pensamientos.

—Los sentimientos —prosiguió Areta, su voz temblando un poco— no se miden con el paso del tiempo. Hay momentos en que el tiempo se detiene, se congela. Algunas emociones permanecen, otras desaparecen como el viento. Pero otras… otras vuelven. Y cuando lo hacen, remueven los cimientos de todo lo que has construido, incluso los rascacielos que creías más firmes.

Hiparquía se inclinó un poco hacia adelante, su expresión aún tranquila, pero con un destello de desafío en sus ojos.

—Claro está, Areta, que tu amor no es mi amor. Mi manera de amar jamás podrá ser igual a la tuya. El amor es personal, como toda experiencia. Está arraigado en nuestras vivencias, en cómo nuestras historias se cruzan y se complementan. Se construye como una obra de arte, capa sobre capa, pero nunca igual entre dos personas.

Areta la observó en silencio, sus ojos oscuros brillando en la penumbra.

—¿Entonces qué es? —preguntó finalmente—. Si tu amor no es mi amor, si no podemos compartirlo igual, ¿cómo es que las historias de vida se entrelazan sin destruirse mutuamente?

Hiparquía sonrió con una ternura casi imperceptible.

—Porque el amor es como el conocimiento, Areta. No se trata de imponerse sobre el otro, de buscar una verdad única. Se trata de coexistir con la verdad del otro. De permitir que dos historias, dos mundos, se encuentren en un punto medio sin que ninguno deje de ser lo que es. El amor no busca llenar vacíos; nos envenena, sí, pero a veces también nos salva, precisamente porque en ese veneno encontramos la purificación, la catarsis.

El cantinero mudo, invisible pero siempre presente, pareció asentir con más intensidad esta vez, como si la última verdad hubiese tocado una fibra más profunda en su silencio.

—El amor es una tragedia —concluyó Hiparquía, alzando ligeramente su copa vacía en un gesto de resignación y aceptación—. Una tragedia que nunca tiene un final claro, pero siempre merece ser vivida. Es en el error, en la peripecia, donde encontramos las mayores lecciones, Areta.

La cantina parecía haber absorbido cada palabra. Las sombras de las paredes, los murmullos lejanos, el crujir de las maderas bajo los pies, todo parecía ahora parte de esa conversación eterna sobre el amor y el ser. Hiparquía y Areta se miraron a los ojos, ambas sabiendo que, a pesar de las palabras y las diferencias, ambas estaban inmersas en la misma búsqueda, la misma interrogante.

Y así, bajo la atenta mirada del cantinero mudo, el silencio finalmente llenó el espacio donde las palabras ya no podían hacerlo.